Cuenta la leyenda que hubo un tiempo en el que los fotógrafos no preparaban sus fotos ni las pasaban por Photoshop para poner o quitar cosas a esa realidad que a veces se empeña en no ser perfecta. Se dice que, junto a dragones, unicornios y banqueros con moral, estos seres mitológicos habitaron un día el planeta y se dedicaban solo a sacar fotos, intentar publicarlas y –posiblemente esto es lo más difícil de creer del cuento- cobrar por ellas.
Pero ya se sabe qué pasa con este tipo de fábulas. Los unicornios y dragones está claro porque tienen su propio icono en WhatsApp, pero de los otros dos seres no hay pruebas reales de que algún día hayan llegado a existir. Y es que lo de hacer trampas con las fotos es algo posiblemente tan viejo como la fotografía y el oficio.
Precisamente por eso lo más fascinante del asunto no es que a alguien se le pase por la cabeza que puede poner o quitar cosas a una foto, sino que crea que no lo van a pillar. Pero, ¿dónde has estado los diez últimos años, muchacho? ¿Tú no lees los periódicos ni ves la que se monta en cada World Press Photo?
Pero es verdad que no hace falta tirar de Photoshop para retocar la realidad. De hecho –insistimos en ello porque somos muy pesados- cualquier foto implica un proceso de selección subjetivo por parte del autor. Pero no hablamos de eso, sino del que recoloca la realidad para que la foto le quede bonita. A veces es un lobo amaestrado que salta vallas. Otras, una niña colocando un osito de peluche tras unos atentados. Posiblemente sea igual de grave en términos fotográficos, pero lo segundo clama más al cielo.