Madurar es empezar a poner comillas a esos personajes que antes creíamos intocables. Suena a frase de mierda de algún libro de autoayuda, pero resulta que es bastante cierto. Que si Capa tal vez se tenía demasiado creído su personaje, que si Steve Jobs a lo mejor era un poco capullo, que si a Stalin igual se le fue la mano con aquello de Siberia… En fin, ese tipo de pequeños detalles.
El fotógrafo Steve McCurry ha sido el último en bajarse del pedestal con una doble pirueta con tirabuzón y una sonora hostia de morros contra el suelo. Sí, McCurry, el de la foto de la mujer afgana que todo el mundo conoce. Sí, el de esas fotos de colores imposibles, luz perfecta y que más de una vez nos ha hecho pensar que, maldita sea, esa instantánea tiene que estar preparada porque no es posible encontrarse tantas veces con una escena tan perfecta.
Dios y referente de la fotografía de viajes antes de que esa disciplina cayera en manos de Instagramers y blogueros con demasiados puntos en la Iberia Plus, lo cierto es que algunas pistas ya apuntaban a que McCurry cumplía a la perfección ese viejo dicho de que se puede ser un gran fotógrafo y un tipo no demasiado simpático. O al menos con el que es bastante mejor no tener que trabajar.
¿Y de dónde me saco todo eso? Digamos –por no hacer demasiada sangre con el asunto- que durante su paso por cierto festival de fotografía su comportamientos estaba más cerca del de una estrella de rock que de un respetado fotógrafo profesional. ¿El mismo McCurry que tuvo el privilegio de gastar el último rollo de Kodachrome del mundo? Me temo que sí.
La cosa empeora si descubrimos que no paga a sus ayudantes. Es verdad que entre trabajar gratis para el Huffington Post buscando fotos de gatitos mientras Cebrián se lleva la pasta a Panamá, o ser el esclavo de una leyenda de Magnum nos quedamos con lo segundo. Pero queda feo cuando ganas unos cuantos miles de euros por cada charla y tus fotos se cotizan a millón, la verdad.